Documentos Pastorales

Icono de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo

Publicado el 24-12-2021

 

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“Hoy el cielo y la tierra cantan,

los ángeles y los hombres celebran,

mientras Dios, nacido de mujer,

se revela en la carne” 

Llegamos a la gran celebración de la “Navidad según la carne de nuestro Señor, Dios y Salvador, Jesucristo”, o simplemente la Solemnidad de la Navidad del Señor, que celebramos solemnemente el 25 de diciembre.

Origen y contenido de la fiesta

Los primeros registros de la celebración de la Navidad se remontan a mediados del siglo IV, con notables diferencias entre Oriente y Occidente: mientras en Roma se celebraba una fiesta específica en honor al nacimiento del Señor el 25 de diciembre, las iglesias orientales la celebraban el 6 de enero, con un significado amplio de su manifestación (Epifanía), recordando tanto su nacimiento en Belén como su bautismo en el Jordan.

Con el tiempo, especialmente a partir de las definiciones cristológicas de los primeros Concilios Ecuménicos, las dos tradiciones se influyeron mutuamente y empezaron a celebrar ambas fiestas: Navidad y Epifania.  Sin embargo, aunque las dos tradiciones fundamentan la fiesta de la Navidad en el dogma de las dos naturaleza de Cristo – humana y divina – definida en el Concilio de Calcedonia (451), Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, la celebran con diferente énfasis.

Las Iglesias occidentales, especialmente en la piedad popular, enfatizan los aspectos más “históricos” o “humanos” de la celebración: la ternura de la Madre que contempla a su Hijo recién nacido, la pobreza del lugar de nacimiento, etc.

La tradición oriental, a su vez, enfatiza la dimensión “teológica” o “escatológica” de la fiesta: el misterio de Cristo que se despoja de su divinidad para asumir nuestra humanidad, inaugurando así una “nueva creación”; el misterio de lo eterno que entra en la historia para santificarla

Tal teología es visible en el icono de la fiesta, uno de los símbolos más ricos de la tradición bizantina. Este icono “representa el programa del maravilloso plan de salvación: la expresión más sublime de su amor por nosotros, la unión escatológica de lo eclesial y lo terrenal”.

 

El Ícono

Las montañas: Al fondo están representadas las montañas, lugar de la manifestación de Dios en la Sagrada Escritura. Basta pensar, por ejemplo, en la importancia del monte Sinaí (también llamado Horeb) como lugar de la teofanía de Dios en la zarza ardiente (Ex 3) y la entrega de los mandamientos de la alianza (Ex 19-20)

A veces se representan tres montañas que se cruzan, una más baja que las otras: es una doble referencia a los misterios de la Trinidad y la Encarnación, estando el Hijo simbolizado por la montaña más baja, es decir, más cercana a nosotros.

La Gruta y el Niño: En el centro del ícono encontramos la gruta, representada en un fuerte color negro, la misma que se usa para representar al Hades, la morada de los muertos, en el ícono de la Resurrección. La gruta proclama así la verdad de la Encarnación: el Niño que nació allí ahora está sujeto a la muerte.

El tema de la mortalidad también está representado por las fajas que rodean al Niño, que está frente a la gruta del pesebre: son las mismas fajas que lo envolverán en su Pasión y que los Apóstoles encontrarán arrojados al suelo en la mañana de la Resurrección.

San Romano el Meloda, hace la lectura de este tema a la luz del pecado de los primeros padres, Adán y Eva, enfatizando así que Cristo asume nuestra humanidad para redimirla: el Niño “está escondido (por las fajas) por culpa de aquellos que una vez se revistieron con túnicas de piel; y una gruta constituye sus delicias por los que rechazaron los placeres del paraíso y prefirieron la corrupción”.

También es digno de mención que el pesebre representado en el icono, a veces se asemeja a un altar, profetizando el sacrificio ofrecido por Cristo de una vez por todas en el altar de la cruz. Su materia prima, la madera, evoca precisamente la cruz, el árbol de la vida y el árbol del paraíso, con el que pecaron los primeros padres.

Dentro de la gruta vemos a un burro y a un buey, que representan a los animales en la gran alabanza cósmica de la Encarnación. Ausentes en los relatos bíblicos de la Navidad, estos animales son una lectura de Isaías 1, 3: "El buey conoce a su dueño, y el burro el pesebre de su amo".

María: Junto al Niño está su Madre, recordando las palabras del Salmo 44, 10: “Una hija de reyes está de pie a tu derecha: es la reina, adornada con joyas y con oro de Ofir” y el Primer Libro de los Reyes, donde leemos: “el rey se levantó, fue a su encuentro y le hizo una inclinación. Luego se sentó en su trono, mando poner un trono para la madre del rey y ella se sentó a su diestra” (1 Reyes 2, 19).

María es, de hecho, la Madre del Rey, la que goza de la confianza divina. Ella es la imagen más grande del icono, recordando así su papel fundamental en la obra de salvación.

Destacamos dos elementos más de la Madre de Dios: primero, su actitud contemplativa, con las manos cruzadas sobre el pecho y la mirada dirigida al infinito, como si guardara en el corazón todo lo que acababa de suceder (Lucas 2, 19).

María está acostada sobre un paño rojo, que nos recuerda aquí nuestra humanidad (el color de la sangre). La tela parece formar el número ocho, lo que indica que ha comenzado el “octavo día”, el día de la nueva creación inaugurada en Cristo. Además, el número ocho en la horizontal es el símbolo del infinito: a través del misterio de la Encarnación, lo eterno entra en la historia.

Los ángeles: En la parte superior del icono vemos a los ángeles, que se unen en alabanza de la creación a Dios hecho hombre. El número de ángeles varía: en algunos iconos son tres, en alusión a la Trinidad. En otros, son seis, en alusión a los días de la creación. Sin embargo, uno siempre aparece un poco más abajo que los otros: está anunciando la buena nueva a los pastores, según el relato del evangelista san Lucas (2, 8-14).

En medio de los ángeles, encontramos un rayo de luz que ilumina toda la escena y, al acercarse a la gruta, se parte en tres, clara alusión a la Trinidad. La luz que ilumina la gruta es una profecía de la Resurrección, cuando Cristo, la luz del mundo, descenderá al Hades para iluminar a “los que están en las tinieblas y en la sombra de la muerte” (Lucas 1, 79).

Los pastores y magos: Aún en la parte superior del icono, justo debajo de la línea de los ángeles, encontramos a un lado a los pastores con sus ovejas y al otro lado a los magos.

Los pastores, presentes en el relato de Lucas, son los primeros testigos del nacimiento del Salvador. Nos recuerdan tanto la imagen de Dios como pastor, constante en la Sagrada Escritura, así como también la predilección de Dios por los pequeños y los pobres (Lucas 1, 51-53).

En algunas versiones del icono, uno de los pastores (a veces un niño) toca una corneta, hace referencia al shofar, un cuerno de carnero que siempre se hacia sonar al comienzo de los jubileos: con el nacimiento de Cristo comienza un “tiempo de gracia del Señor” (Isaías 61, 1-2; Lucas 4, 18-19).

Los magos, a su vez, están presentes en el relato del evangelista san Mateo sobre la Navidad (Mateo 2, 1-12). El Rito Latino recuerda la visita de los magos únicamente en la fiesta de la Epifanía, mientras que los orientales los incluyen en la celebración navideña.

Su presencia evoca la profecía de Isaías sobre la salvación extendida a todas las naciones, representada por reyes que donan oro e incienso en honor del Mesías (Isaías 60, 1-6). El relato de Mateo agrega la mirra, contemplando así el número tres con el que están asociados los magos, refiriéndose al triple poder de Cristo: sacerdote (incienso), profeta (mirra) y rey ​​(oro).

Además, los magos que presentan perfumes son una profecía de las mujeres miróforas (portadoras de perfumes) que van al sepulcro del Señor en la mañana de la Resurrección.

José: En la parte inferior izquierda del icono encontramos la figura de José, sentado sobre una roca en actitud pensativa, con la cabeza apoyada en las manos. Personifica el drama humano frente al misterio.

Los relatos apócrifos (como el Protoevangelio de Santiago) narran la duda de José sobre el nacimiento del Hijo de Dios. A su lado está representado el diablo, disfrazado de pastor, que viene a hacer honor a su nombre: es decir, el que divide. El diablo busca introducir la duda en el corazón de José.

Este diablo lleva la vara, un palo utilizado en los cultos del dios grecorromano Dioniso (Baco), dios del vino y de la locura. Sin embargo, la vara seca del paganismo se opone a un arbusto verde en el costado, símbolo del tronco que brotó de la raíz de Jesé, es decir, el mismo Cristo, descendiente de David (Isaías 11, 1-2; 10-12).

El baño del Niño: Finalmente, en el lado inferior, a la derecha, podemos ver la escena del primer baño del Niño, ya presente en el icono de la Natividad de María. El baño es aquí un preludio del bautismo de Jesús en el Jordán y símbolo de su humanidad, ya que estar sumergido en agua y salir de ella son imágenes poderosas de muerte y resurrección.

Junto al Niño hay dos mujeres que lo ayudan con el baño. Según el Protoevangelio de Santiago, son la partera (que fue traída por José del barrio) y una mujer llamada Salomé. Las tradiciones posteriores identifican simbólicamente a la partera con Eva, quien a través de su desobediencia introdujo el pecado en el mundo, pero que ahora es testigo de la salvación que vino a través de la obediencia de María.

“Hoy la Virgen da a luz al Trascendente y la tierra ofrece una gruta al Inaccesible.

Los ángeles con los pastores cantan su gloria, los magos avanzan siguiendo la estrella.

Para nosotros nació la tierna criatura, el Dios existente antes de los siglos”.

Kontákion de la fiesta

 

PASSARELLI, Gaetano. O ícone da Natividade do Senhor. São Paulo: Ave Maria, 1996

PASSARELLI, Gaetano. Iconostasi, la teologia dela beleza e dela luce, Milano, Mondadori, 2003.

DONADEO, Madre Maria. O Ano Litúrgico Bizantino. São Paulo: Ave Maria.

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